Esta realidad no es nueva en España y
posiblemente sea una característica humana que tiende a acercarse al poderoso
en busca de seguridad. Lo que era la búsqueda de seguridad en el feudalismo
ante el ataque de los grupos vecinos, moros o cristianos, fue evolucionando
hacia la seguridad, más simbólica, que se respira cerca del grupo dominante en
una sociedad.
Una cosa es el desarrollo de la
historia y otra muy distinta, como se integra esa historia en la cotidianidad. Ya, en el siglo XX español, está sobradamente estudiado cuales fueron
las causas, el desarrollo y las consecuencias de la guerra civil. No obstante,
de la percepción troceada de esa historia se asume de forma bastante
generalizada, que dicha guerra fue inevitable y, para rematar la falsedad,
que ambos bandos fueron, en el mejor de los casos, culpables de la atrocidad. De
esa forma se construye un imaginario colectivo perfectamente falso y se saca
del relato todo lo que no conviene a la oligarquía que cultivó la
victoria sobre el genocidio. Y así estuvimos 40 años en los que se hicieron
grandes negocios a partir de los recursos públicos con el apoyo del régimen que
empezó siendo cuartelero y terminó tecnócrata.
Establecido este proceso de inevitabilidad, nos plantamos en la “modélica transición” que nos llevó al Régimen del 78 y se nos convenció, con la fuerza de los grupos mediáticos, de la inevitabilidad de ese proceso. Se consideraron inevitables: la monarquía, como modelo de jefatura
de estado, la privatización de los servicios públicos, la corrupción instalada
en el gobierno,… y, por lo visto fue igualmente inevitable evitar el
reconocimiento a los defensores de la democracia de la etapa anterior. Por lo
visto se podía herir sensibilidades y abrir la brecha entre las dos Españas. De
esa forma los herederos de los vencedores de 1939 seguían conformando la
oligarquía del país desde los puestos de la judicatura o los consejos de
administración de las empresas, ahora privatizadas y de los bancos que aprendieron del neoliberalismo triunfante a reclamar insaciablemente, recursos
públicos a mayor gloria del todopoderoso mercado que todo lo regula.
Mientras tanto, Ribagorza no es una excepción. Con todos los matices antropológicos que lo queramos adornar con su pátina cultural, lo cierto es que las familias que decidían los destinos de la comarca desde principio del siglo XX, lo han seguido haciendo a pesar del cambio de milenio.
El barniz que el régimen del 78 aplicó sobre las
estructuras sociales existentes fue suficiente para convencer a toda la
población de que la democracia ya estaba consolidada y que bastaba seguir el
discurso dominante para acceder al trozo de estado del bienestar que el sistema
nos tiene reservados. Así, el falso discurso se convierte en dominante.
De esta
forma la expansión de la ganadería industrial en el sur de la comarca o el
monocultivo del esquí en el norte, son consideradas de manera generalizada como inevitables y nada distinto se puede aventurar en esta sociedad.
La fuerza de la inevitabilidad es tan
potente y está tan asumida en el imaginario colectivo que ni siquiera el
estallido de una epidemia es capaz de alterar el pensamiento más allá de lo permitido
o aconsejado por los medios de información que predican/imponen la ortodoxia de
la “nueva realidad”.
A nadie le extraña que, llegando a
Graus haya una pancarta que habla de un túnel que hace años dejó de reclamarse.
A nadie le extraña que una alcaldesa haga un suculento negocio inmobiliario a costa de dinero público y, además, desde la cima de su impudicia se atribuya la cualidad de calificar quienes son buenos pobladores del pirineo y quienes no. A
nadie le extraña la transmisión genética de los representantes públicos que,
según sus cualidades y proximidad al poder, pueden seguir siendo alcaldes,
diputados o directores generales.
Antes que encontrar una vacuna contra
el Covid 19, habría que encontrar una contra la inevitabilidad para llegar a
vivir en una sociedad sana que avance, a través del diálogo y la crítica, hacia
una convivencia entre iguales.